El derecho a la idiotez
El pasado sábado 23 de septiembre el mundo se acabó, o ha debido hacerlo, al estrellarse La Tierra contra el planeta Nibiru, que sólo existe en la cabeza de un puñado de orates. Dice la noticia que el "teórico" David Meade (teórico de qué, por amor de Dios!) calculó la fecha a partir de hechos profetizados en el Apocalipsis de San Juan, y que, "en teoría, la alineación entre las constelaciones de Leo y Virgo y de algunos planetas deberían haber hecho que se cumpliese al pie de la letra esa visión de la llegada del Rapto y el consiguiente fin del mundo. La mujer se correspondería con la constelación de Virgo, mientras que la corona de estrellas vendría a estar compuesta por Leo (que tiene 9 estrellas), más los planetas Venus, Marte y Mercurio".
El mundo ha debido tener la decencia de acabarse antes, en el 2013, de acuerdo con una profecía centenaria del propio Grigori Rasputin, o en el 2012, cuando el calendario de los antiguos mayas finalizaba uno de sus ciclos milenarios. Que demonios sabían los sacerdotes mayas que ignoraban nuestros astrónomos?
Entre mis conocidos hay varios cuyas vidas son manejadas por fuerzas oscuras, misteriosas y obviamente inexistentes. Uno está convencido de que la leche y el gluten son veneno; otro, de que la carne da cáncer; aquel cree que catástrofes como los terremotos son el resultado del maltrato que infringimos a la naturaleza; como si nuestro planeta fuera una deidad vengadora como la Diosa Madre de las religiones prehistóricas. Varias de mis conocidas creen en el Tarot y en la influencia que el planeta Mercurio ejerce en luna nueva sobre el estado de ánimo de quienes nacieron en Leo. Ninguna tiene ni idea de donde queda ni cómo es el planeta Mercurio, y menos todavía de por qué los nacidos entre el 23 de julio y el 22 de agosto pertenecen al mundo del León. Eso sí, saben que "son optimistas, generosos, entusiastas con su trabajo y buenos lideres, pero suelen ser prepotentes, inmaduros y algo infantiles". Todo ello porque "son Leo, obvio", me dicen torciendo la boca, como si el imbécil fuera yo!.
Pareciera que nadie necesitara comprobar lo que oye o lee en cualquier parte. Basta con escuchar en una peluquería que una compresa de aguacate y unos parches de pepino en los ojos garantizan la juventud eterna, para que los aterrorizados maridos tengamos que vivir una noche de Halloween entre la cama. El propio Steve Jobs se dejó consumir por el cáncer, en la creencia de que podía controlarlo con una dieta vegetariana de su propia invención.
¿Cómo puede un autodenominado ser racional creer una y otra y otra vez en semejantes desatinos?. ¿Por qué cualquier papanatas cree saber más que los médicos, los astrónomos, los físicos, los biólogos y los vulcanólogos juntos? Hay una respuesta a estas preguntas que es sorprendente, tanto por su sencillez como por su impopularidad: El ser humano NO es un ser racional. Basta escuchar 10 segundos a Nicolás Maduro, a Donald Trump o a Kim Jong-un para darse cuenta. Hemos repetido durante más de 300 años la mentira de nuestra racionalidad hasta que nos la creimos. El más ignorante, bruto y torpe de nosotros pone a Einstein como ejemplo de la racionalidad de la humanidad entera, con el bruto incluido, evidenciando la pobreza que han alcanzado nuestros argumentos al respecto.
¿Cómo fue que llegamos a este extremo de imbecilidad? Antes había mediocres, es cierto, pero jamás se les hubiera ocurrido aspirar a la presidencia de un pais o ser los dueños de la verdad. ¿Será la creencia en que todos somos iguales? (en el caso anterior, ¡al propio Einstein!). ¿La creencia en que cada uno, así sea ignorante, deshonesto o bruto, tiene derecho a tener su propia verdad? (La del Papa vale lo mismo que la de Pablo Escobar). ¿La de que todos tenemos derecho al reconocimiento, el éxito, la fama y el dinero, así seamos torpes, no sepamos hacer nada y detestemos el trabajo?. Eso explicaría la arrogancia con la cual los ignorantes exhiben los productos delirantes de su estupidez, y la importancia que les dan; hasta aquí es patético y chistoso. Pero se vuelve trágico cuando avala las aspiraciones al poder de tontos ignorantes como Nicolás Maduro, y cuando promueve la corrupción al validar la ambición en quienes no tienen ni capacidades ni ganas de trabajar. Por eso las democracias demagógicas latinoamericanas están en las manos de los mediocres y los corruptos.
"Alto ahí desgraciado", me dirán enfurecidos los filósofos neomamertoides. "Todo el mundo tiene derecho a ser como es: TODO ES CORRECTO". Pero democratizar El Bien por decreto como manda la postmodernidad acaba con las virtudes, que nos diferenciaban a unos de otros. La inteligencia, la honestidad, el estudio, el trabajo y la dedicación, la empatía y el respeto por los demás, la capacidad de liderazgo y de entrega, carecen de valor porque el que no las tiene vale igual. "¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!", decía el tango profético; y también: "Es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley".
La postmodernidad así entendida es el mejor ejemplo de nuestra incapacidad de entender la realidad; es decir, de razonar. Que viva la idiotez!