¿Para qué la Ley?
¿Qué es la Ley?¿Para qué existe? son preguntas aparentemente simples pero de una complejidad enorme. Prueba de ello es que hay una disciplina del conocimiento que trata de resolverlas: La Filosofía del Derecho, y que hay tantas respuestas como expertos en el tema. En mi condición de no jurista, humilde y atrevidamente me permito aceptar la siguiente: "La Ley es el conjunto de normas que regula el actuar de los miembros de una sociedad y dirime los conflictos entre ellos, sobre la base de postulados de Justicia propios de dicha sociedad". La Ley es por supuesto de carácter general y cobija a todos y cada uno de los ciudadanos. Para que el Estado de Derecho funcione es necesario que la gran mayoría de ellos esté dispuesta a acatarla y respetarla.
En estas tierras, desafortunadamente, y en mi opinión como herencia directa de la pésima calidad humana de los conquistadores españoles que nos tocaron en desgracia, la Ley es sólo una herramienta en las manos de los poderosos que la manipulan para conseguir más poder económico o político, Fue lo que hizo Hugo Chávez en 2009 para neutralizar al alcalde de Caracas, su enemigo político Antonio Ledezma: Hizo que la Asamblea Nacional creara una instancia superior que le quitaba todo el poder al alcalde.
Nosotros los herederos de Gonzalo Jiménez de Quesada, una perfecta rata según Indalecio Liévano Aguirre , somos expertos en utilizar la Ley para derrotar a nuestros adversarios. Se piensa estúpidamente que como la Ley es de obligatorio cumplimiento el legislador puede imponerse a sus contrarios cambiando las normas a su acomodo. No hay forma más eficaz de hacer que un pueblo pierda el respeto por la Ley, por las normas y su autoridad. La Ley se respeta porque representa la esperanza de justicia para todos. Pero cuando se vuelve contra alguien y persigue sus convicciones, se convierte por el contrario en fuente de injusticia. Utilizar la Ley como un garrote en las manos de los que pueden cambiarla la ultraja y la degrada, porque de esta manera se exacerban los conflictos cuando su razón de ser y su esencia es la de dirimirlos. La Ley tampoco es un mecanismo en las manos del gobierno de turno para callar a la oposición con el argumento de que todo el mundo debe obedecerla, convirtiendo al Estado de Derecho en una burla, en una abominable dictadura, como la de Venezuela.
Como ya se mencionó en un blog anterior, a la entrada del siglo XX Colombia era una nación medioeval. Necesitaba desesperadamente reformas políticas y culturales para igualarse al resto del mundo. Desafortunadamente el partido Liberal quiso cambiar al país a punta de reformas constitucionales que ignoraban las creencias, hasta las religiosas, de los conservadores, que habían mandado en Colombia durante los 44 años que duró su hegemonía. Ingenuos o estúpidos quienes pretendieron que el partido conservador y sus huestes católicas se iban a quedar cruzados de brazos aplastados por las nuevas leyes. El ataque del partido conservador a los gobernantes liberales desde la prensa y el púlpito se volvió implacable; la prensa liberal respondió con todo, y 20 años de insultos, injurias, persecuciones y agravios condujeron al país a la violencia vergonzosa cuyas secuelas vivimos todavía.
Las sociedades se cambian lenta y pacíficamente por medio de la educación, que puede transmitir nuevos paradigmas a las nuevas generaciones; del diálogo respetuoso entre contrarios, que puede producir acuerdos respetados por ambos, y de la influencia constructiva, informando no opinando, de los medios de comunicación. Cuando finalmente se produzcan los cambios la Ley deberá cambiar para regular las nuevas realidades. Pero la Ley no puede ser usada para imponer un cambio porque quienes no están de acuerdo con él le perderán a ella todo respeto y obediencia. Note el lector que en la definición dada al comienzo y que probablemente aceptó, la Ley no es instrumento de cambio. No es inteligente pretender que la realidad de un país se pueda cambiar por decreto.
Habrá mil formas legales de imponer los acuerdos de paz con la guerrilla, pero no hay forma de obligar a quienes no estén de acuerdo a que crean en ellos. Hay en el ambiente un olor a injusticia con las mayorías del plebiscito que no presagia cosas buenas. Cuando los acuerdos se conviertan en Ley muchos acataremos por nuestra naturaleza pacífica, pero seguiremos teniendo el derecho democrático a expresar nuestras opiniones.
Las cosas pueden ponerse peores todavía: habrá quienes no estén dispuestos a acatar. Me asusta nuestra historia de violencia.